
POLÍTICA EXPRÉS | * De cómo los poderes públicos usan la violencia política de género como arma de censura
Un gobierno que se autodefine humanista y que comparte su énfasis en la igualdad, la justicia social y el bienestar colectivo, debería blindar la libertad de expresión como principio irrenunciable. Sin embargo, en México ocurre lo contrario: se sanciona, censura y castiga a periodistas y ciudadanos críticos, bajo mecanismos disfrazados de protección de derechos, que en realidad funcionan como herramientas modernas de persecución política.
El uso de la violencia política en razón de género (VPG) como arma de censura es la nueva “Santa Inquisición” mexicana. Lo que debía ser una figura jurídica para proteger a mujeres en la vida pública, se ha convertido en un martillo contra la disidencia y la crítica.
De acuerdo con Artículo 19, entre enero y julio de 2025 se documentaron 51 procesos legales contra periodistas, con 25 casos ligados a acusaciones de VPG. Esto significa que cada cuatro días, en promedio, un comunicador enfrentó sanciones, censura judicial o remoción de su contenido.
El Instituto Nacional Electoral reporta que entre septiembre de 2020 y junio de 2025 se acumularon 516 quejas por VPG, resultando en 469 sanciones. Entre ellas, 60 periodistas y más de 100 ciudadanos castigados. No hablamos de casos aislados, sino de un patrón institucionalizado de represión disfrazada de legalidad.
Los ejemplos sobran. En Campeche, periodistas como Jorge González fueron vetados de ejercer durante dos años y multados con sumas millonarias, mientras otros como Carlos Martínez fueron obligados a disculparse en video. La gobernadora Layda Sansores ha encabezado esta cruzada inquisitorial, demostrando que la censura se viste de feminismo malinterpretado.
No son solo periodistas. Ciudadanos comunes también han sido sancionados por simples publicaciones en redes sociales. Karla Estrella, en Sonora, fue castigada por un tuit contra el nepotismo; Héctor de Mauleón debió borrar una columna; Laisha Wilkins y Rubí Soriano fueron denunciadas por criticar abusos gubernamentales.
Las sanciones son absurdas: disculpas públicas diarias durante un mes, multas económicas desproporcionadas, cursos obligatorios y hasta inscripción en un registro nacional de personas sancionadas. Es la institucionalización de la humillación pública, una versión moderna de la picota medieval, pero diseñada con herramientas judiciales y discursos de corrección política.
Los gobiernos emanados de Morena defienden estas medidas como protección a mujeres en política, pero la evidencia muestra un sesgo. Quien critica a funcionarios afines a ese partido es el blanco más frecuente. El supuesto socialismo que prometía libertad y justicia se ha transformado en un sistema de control ideológico disfrazado de legalidad.
La paradoja es brutal. Mientras se presume la defensa de derechos, se persigue la libertad más básica: la de opinar. México se acerca peligrosamente a prácticas vistas en China o Rusia en sus peores tiempos, donde el disidente no era confrontado con argumentos, sino callado con leyes, sanciones y censura institucionalizada.
Si la 4T continúa por este camino, la menguada democracia mexicana quedará en ruinas. No hay socialismo verdadero sin libertad de expresión. Castigar periodistas y ciudadanos críticos no fortalece la política de género: la corrompe. Por eso, y nada más, resulta urgente detener esta inquisición moderna antes de que la sociedad mexicana pierda su voz colectiva.

