Enfermos de nostalgia

Enfermos de nostalgia

Un fantasma recorre Europa: la nostalgia. Este sentimiento de definición escurridiza, cuya naturaleza ha ido mutando desde que un médico suizo acuñara el término en 1688, es el tema central del ensayo de Svetlana Boym, experta en lengua y literatura eslava, profesora de Harvard fallecida el pasado verano a los 56 años. El siglo XX empezó impregnado de utopías y acabó carcomido por la nostalgia.
La previsión, sin embargo, no es que remita en este siglo pues, con las nuevas tecnologías, la nostalgia se ha exacerbado. Colonizadora voraz de la política, de nuestra manera de reconstruir la historia y pensar el futuro, la nostalgia avanza como una pandemia global, indistintamente por el Este, como “mecanismo de defensa ante el ritmo vertiginoso de los cambios y la terapia de shock económica”, y por el Oeste, dominado por la cultura de masas y la mercadotecnia.
Por eso, el primer capítulo del libro acaba sarcásticamente en algún punto de la frontera entre Rusia y América con el encuentro de los fantasmas de Dostoievski y de Mickey Mouse, que intercambian una sonrisa irónica. Esta y otras excéntricas parejas son el legado de un siglo atenazado por la fascinación hacia la novedad y hacia todo lo que pudo ser y no fue.
Boym acomete un análisis completo y transversal de esta sensación de pasmo y desplazamiento, vínculo entre memoria personal y colectiva. La principal alteración genética que ha sufrido la nostalgia radica en la nueva interacción del individuo con el tiempo y el espacio. De melancolía por la tierra natal, como se diagnosticaba en el siglo XVII a los soldados que servían en el extranjero, es decir, de desazón individual o maladie du pays, ha derivado, en la actualidad, en un síntoma de nuestra época, en emoción histórica, en lamento por un tiempo distinto. Ya no sentimos nostalgia de la tierra natal o del pasado, sino del propio presente que se escurre veloz entre las manos, del ritmo pausado de los sueños o la infancia.
Con una capacidad de penetración en el detalle a la manera de Walter Benjamin, Boym distingue dos tipos de nostalgia. La más nociva es la “restauradora”, tan característica de los nacionalismos que formulan teorías conspirativas y fabrican mitos históricos a medida. La “reflexiva”, por el contrario, como arma y dispositivo de creación del emigrado, es consciente de la imposibilidad de reconstruir el pasado. Si la primera se expresa mediante la fiel rehabilitación de los monumentos antiguos y la institucionalización de la memoria, la reflexiva “se recrea en las ruinas, en la pátina del tiempo y en la historia, y sueña con otros lugares y épocas”. A ésta última dedica una deslumbrante última parte, con los ejemplos de los escritores Vladimir Nabokov y Joseph Brodsky y del artista Ilya Kabakov. El despliegue de originalidad e inteligencia de estas páginas constituye un elocuente ejemplo de la solvencia intelectual de la autora.
La segunda parte explora las ciudades como “cruce de caminos ideal entre añoranza y extrañamiento”. En capítulos independientes consagrados a Praga o San Petersburgo (ciudad natal de Boym), entre otras, nos descubre proyectos en los que la arquitectura ha servido como encarnación de la nostalgia; por ejemplo, el Palacio de la República de Berlín o la Catedral del Cristo Salvador de Moscú. Aunque originalmente publicado en 2002, el capítulo dedicado a Europa como entidad cultural, “mito del traslado y la traducción, de las diferencias y los diálogos”, mantiene su vigencia. “Las fronteras no son solo exteriores; tanto en el Este como en el Oeste se han interiorizado, redefinidas por las expectativas frustradas y por las nostalgias de un hogar común: la frontera no es solo un elemento que señala la división; es, además, un lugar de encuentro”. Decía Milan Kundera que europeo es aquel que siente nostalgia de Europa. Y en esas seguimos.

Con información de El País

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