
POLÍTICA EXPRÉS | * El arte de mentir con aplausos: cuando la verdad estorba al poder
En México, los políticos han perfeccionado el arte de mentir con una sonrisa en el rostro. Ya no se ruborizan al torcer los datos, sino que los usan como herramientas de manipulación emocional. Lo grave no es la mentira en sí, sino la normalización de la falsedad en la política.
El reciente discurso de Claudia Sheinbaum en el Zócalo es un ejemplo perfecto de esta nueva forma de simulación pública. Durante su informe, la presidenta pronunció un discurso triunfalista lleno de datos manipulados, cifras infladas y medias verdades diseñadas para sostener una narrativa de éxito que contrasta con la realidad cotidiana.
Según verificaciones independientes, como las de Verificado MX, de 22 afirmaciones clave del discurso, 12 fueron falsas o engañosas. Es decir, más de la mitad del mensaje presidencial se sustentó en distorsiones. Y lo más inquietante: la mayoría de los medios mexicanos (radio, prensa y TV) repitieron esas falsedades sin cuestionarlas, amplificando el autoengaño oficial.
Sheinbaum presumió que la refinería de Dos Bocas ya produce 340 mil barriles diarios, cuando apenas alcanza la mitad. Mintió al asegurar abasto total de medicamentos, pese a reportes de desabasto en hospitales del IMSS-Bienestar. Y maquilló las cifras de homicidios, usando porcentajes relativos para esconder el fracaso en seguridad.
El discurso también deformó la realidad económica. Se habló de un crecimiento del 1.2%, cuando el Banco de México apenas proyecta entre 0.8 y 1.0%. Las inversiones extranjeras, lejos de ser récord, cayeron por la incertidumbre jurídica que generan las propias reformas del gobierno. Pero eso no se dice desde el púlpito presidencial.
Mentir en política no es nuevo. Lo nuevo es la desfachatez con que se hace. El político mexicano contemporáneo ha descubierto que la gente olvida rápido, que los medios críticos son minoría y que basta repetir una mentira con suficiencia para convertirla en “verdad emocional”. La manipulación es ahora estrategia de gobierno.
El problema de fondo no es solo ético, sino institucional. Cuando el poder miente, los organismos públicos se alinean para sostener la ficción. Las cifras oficiales se maquillan, los informes se ajustan y la propaganda sustituye al periodismo. Así, el Estado se vuelve cómplice de su propio autoengaño.
Los aplausos en el Zócalo no fueron para los logros, sino para la narrativa. Lo que se celebró fue la construcción de un relato que suena bien, aunque no resista contraste con la evidencia. El discurso ya no busca informar, sino emocionar. La verdad se volvió un estorbo.
Lo más preocupante es la pérdida de credibilidad. Cada mentira dicha sin consecuencia erosiona la confianza pública y banaliza la rendición de cuentas. Si los datos pueden torcerse impunemente, la verdad deja de tener valor político y la mentira se convierte en herramienta legítima del poder.
En ese escenario, los ciudadanos tienen un desafío enorme: no dejarse seducir por los discursos bonitos ni por los números maquillados. Exigir verdad y transparencia es hoy un acto de resistencia cívica. Porque cuando mentir deja de avergonzar, el país entra en una peligrosa era de simulación democrática.